EL ÁRBOL QUE LLORA

Un día de noviembre de 1903, algunos estudiantes sin ganas de estudiar, recorriendo lo que luego seria la "avenida de las estatuas" de nuestro paseo, descubrieron un eucalipto que emitía gemidos como si partieran de su ser más profundo.


La especie vegetal después de tan larga vida somnífera, sin vestigios de sonambulismo, adquiría el don más preciado el reino animal: poder quejarse.
Pronto aquellos jóvenes algunos de los cuales habían de tener destacada actuación en la vida social posterior a este acontecimiento, dieron la gran noticia. La ciudad se enteró, y el pueblo en masa concurrió al lugar a escuchar el misterioso árbol del llanto. Cuenta hoy una de las personas que fueron allí, que en aquellos matorrales de altos pastos se formaron zigzagueantes caminos de hormigas humanas que dejaron abierto el paso con toda facilidad, pelando de yuyos las adyacencias del árbol.


Se custodió celosamente el extraño ejemplar, empezaron las polémicas entre "sagaces" observadores, improvisados botánicos, y el asunto tomó tales proporciones que, después de hacer eco la prensa local fué comentado en Buenos Aires en diarios y revistas con las correspondientes fotografías.


Circuló por añadidura la leyenda de que ahí se había suicidado un hombre cinco años atrás, y el alma había conseguido apartarse del cuerpo y tomar aquella encarnadura vegetal, más duradera a ojos vista, desde que en crónicas de la época se cita a lo eucaliptos del Bosque como a los "más viejos del país".


Más he aquí, que la leyenda estaba en contra del espíritu cientificista y la autoridad competente intervino, para destruirla. Dispuso que se podara en castigo al árbol sonoro, y si persistían los gemidos de su savia, se lo tronchara.

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